Cuando se establecieron las reglas y parámetros para formar parte de los países de la moneda única, el euro, como los porcentajes de inflación, déficit público y deuda pública sobre el PIB nacional, los países que lo lograron algunos con trampas e imaginería o ingeniería contable, cuantitativamente relevantes- y quisieron formar parte del club del mismo, lo que lograron fue una foto más o menos nítida en la que estaban todos ellos.
Pero eso, el lograr más o menos dichos parámetros en una fecha determinada, lo único que establecía es que se había completado el rompecabezas del cubo de Rubik al mismo tiempo. Después de ese año, la estructura productiva diferente de cada país determinaría que cada uno de ellos tendría un nuevo rompecabezas diferente. Con el añadido de que ya se había dejado de disponer de uno de los instrumentos de búsqueda de equilibrio de cada una de las estructuras productivas nacionales, al ceder la política monetaria a un ente, el Banco Central Europeo, al que, para mayor inri, se le daba autonomía y para el que se establecía como objetivo único el control de precios.
Sin una política presupuestaria compensatoria, sin objetivos de desarrollo económico y social compartidos, en una lucha permanente por desfiscalizar las rentas de capital o ahorro, pretendidamente para atraer capitales exteriores y que no se volatizaran los propios, la fijación externa de una política monetaria media ponderada incentivaba el desequilibrio, más en tanto en cuanto la estructura productiva se alejase de la media productiva de esa zona monetaria. La cuestión era (y es) que las bases productivas (las empresas, su especialización, innovación, liderazgo en el mercado, sus aciertos o errores,…), con unos instrumentos o normas dadas, ahorman la situación económica. Las mismas normas, con bases productivas diferentes y sin instrumentos de compensación provocarán, con completa seguridad, si no hay un acierto pleno del resto de las acciones de los agentes económicos, desequilibrios entre las partes. La foto de ahora está (y estará) movida. Más cuando los Tratados de la Unión establecen que las políticas impositivas sólo se podrán modificar por unanimidad y siempre hay un incentivo para bajar los tipos impositivos para atraer capital, a condición que no lo hagan los demás. También porque los presupuestos y políticas de la Unión Europea dejan amplias parcelas económicas y sociales, de previsión, etc., competencia de los propios Estados y sus recursos, con lo que las asimetrías pueden incrementarse.
En el caso español, los desequilibrios económicos tradicionales desvelados periódicamente han sido el déficit de la balanza comercial- se importa más que exporta- y el déficit de ahorro interno. Estas magnitudes se han ido paliando gracias, entre otros elementos, a las transferencias que se han recibido del turismo y de la entrada de capitales, y, no lo olvidemos, con varias devaluaciones de la moneda nacional.
Todo esto se sabía antes de apostar por el euro, tanto por parte de los detractores como de los posibilistas de esa entrada. Pero hubo más una apuesta política, algunas veces ciega, camuflando intereses desregulatorios, sin asumir las consecuencias económicas de futuro que se arrastraban demasiado alegremente, y con intervenciones escandalosamente denigratorias y simplistas contra los refractarios a la entrada del euro en esas condiciones, asimilándoles a antieuropeos y cavernícolas, sin querer aludir a sus argumentaciones. Todos los problemas de los socios se resolverían con una moneda única y la economía española (o las de otros países, dado que las argumentaciones de los partidarios se repetían como clónicas) se adaptaría al nuevo escenario y se vería obligada a ser más competitiva en un plis plas, como si todos fueran homogéneos y no existieran matrices y filiales, o diferencias de I+D, etc., etc.
En la fase posterior a la entrada de euro, y con una tasa de interés real negativa (la inflación era superior al tipo de interés), se aceleraron los desequilibrios económicos, el déficit comercial y la reclamación de ahorro exterior, también derivados de errores de política económica. Esto es así porque siempre hay un margen de maniobra, una capacidad normativa, que incide en el mercado y en la inercia económica.
Se desfiscalizaron las rentas de capital. Lo último, en plena atalaya de la crisis, fue que el ministro Solbes suprimiera el impuesto del patrimonio. Éste, al igual que el impuesto de sucesiones, estaba cada vez más desmochado por las autoridades competentes y plurales, como las Comunidades Autónomas que en micro hacían la guerra a la baja de imposición directa macro que hacen los países de la Unión Europea.
Se cebó la especulación inmobiliaria que se reforzaba con el sistema de financiación de los municipios, aunque fuera a costa de la ciudadanía. Esto ha provocado cambios en la estructura productiva y, también, una deformación-ausencia en la cultura empresarial respecto a la búsqueda de la competitividad por la calidad, nuevos mercados (exteriores) e innovación.
Se hicieron también AVEs y otras infraestructuras de compleja digestión financiera a costa de no incentivar el transporte de mercancías ferroviarias .
Las respuestas gubernamentales europeas a la crisis ya instalada consisten en reclamar mayor coordinación en las políticas económicas, sin atreverse a una federalización de la misma. Pero no en una dirección de reparto de la crisis, de reducir el poder del sector financiero o de cogestión de la economía. Son profundamente y radicalmente anti clase obrera. Es un decrecimiento profundamente desigual. Al público se le bombardea con la necesidad de hacer otra foto, el Pacto de estabilidad del euro, de llegar a un déficit público del 3% sobre el PIB en el año 2013 y otras medidas. El miedo a la crisis, que las autoridades insuflan, tiene el objetivo de reducir de forma drástica el porcentaje salarial, incluyendo la previsión social, en el PIB. Esta deflación competitiva entre los países europeos está provocando una crisis de solvencia sobre la deuda (pública y privada) y agravando la crisis económica.
Implícitamente quieren que el resto del mundo, China, India, etc., compren más productos europeos y que se devalúe el euro (y los estadounidenses, el dólar).
Es una guerra que contiene todas las bazas para agrietar el sistema de previsión y de relaciones sociales europeas y sin garantía de mejora de otros espacios.
Es hiriente que los partidarios de la creación de este euro reclamen más Europa (en abstracto) cuando son coautores del desaguisado actual y partenaires de las respuestas antisociales de la Unión Europea.
La salida keynesiana, aún refiriéndose a escala europea y limitada, junto con una política fiscal uniforme a escala europea y progresista, facilitaría la incidencia de nuestras propuestas, y la alianza con un sindicalismo europeo sin norte (véanse sus limitadas respuestas ante la crisis y su cómplice apoyo a esta construcción europea) puede facilitar un cambio en la actual gobernanza conservadora europea y su pacto del euro que, recurrentemente, no evitará otras crisis.
En todo caso, sin cambio de normas, presupuestos europeos y variación rápida en la estructura productiva española, la economía española no mejorará significativamente y además, lo haría con una peor redistribución de las rentas. No son buenos tiempos para la lírica y habrá que combatir. Y el resultado también depende de la lucidez y honradez intelectual de las organizaciones que se reclamen de la clase obrera.
Santiago
González Vallejo
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